En el castillo señorial de Coventry, el terror se había apoderado de todos sus habitantes, porque aquel día se esperaba el regreso de Lord Leofric, conde de Chester y de Mercia, y señor de toda la ciudad que se extendía alrededor de sus muros fortificados. El conde regresaba de una larga cabalgada que le había llevado, al frente de sus tropas, a territorios que estaban regidos por otros nobles enemigos, y en su excursión había quemado aldeas y quemado el fruto de sus campos devastados, terminando con la vida de las bestias y de los hombres y las mujeres, también de algunos niños, que extraian los frutos de la tierra. Inglaterra, en aquellos años del siglo XI, se hallaba sumida en una guerra sin cuartel entre los diferentes nobles que gobernaban los diferentes condados y los señoríos, como un puzle infinito y sin sentido, y entre esos condes y señores contra los invasores normandos, aquellos extranjeros, de raza vikinga, que desde hacía algunas décadas, se habían decidido a abandonar sus tierras septentrionales, para dirigirse hacia el sur y hacia el este de Europa, a bordo de barcos más rápidos que cualquiera de los que hasta entonces eran conocidos. Y aquel clima de terror, de sangre y de fuego, había colmado ya los corazones de todos los habitantes de la isla, transformándolos así en verdaderos monstruos de batalla. Poco quedaba ya del viejo Leofric bondadoso, que incluso había ayudado a su esposa en la fundación del viejo monasterio, que los primeros priores habían dedicado a Santa María. Ahora, la guerra lo había convertido en un ser cruel, egoísta, ambicioso, que obligaba a sus súbditos a pagar más y más impuestos, hasta el punto de que estos ya no podían soportar la creciente presión fiscal sobre sus granos, cada vez más escasos e improductivos.
El terror que generaba su regreso se
extendía, incluso, a su propia esposa. No es que éste la hubiera maltratado,
porque a pesar de todo lo que él había cambiado en los últimos años, a pesar de
la maldad que había rebosado durante todo este tiempo en su corazón, todavía la
amaba. Además, aunque eso no fuera así, el conde no se habría atrevido nunca a
golpearla, porque el aura que crecía alrededor de sus ojos, y también de su
alma, la propia personalidad, fuerte y decidida, que siempre mostraba ella,
provocaba en todos los que le trataban una sombra de respeto. Lady Godiva era
hermosa, de una belleza que trascendía más allá de sus propios rasgos
exteriores, una belleza que hacía que todos sus súbditos la amaran por encima
de todo. Al conde le temían, pero a la condesa, aquellos súbditos la querían
como si ella fuera realmente, más que el propio conde, su señor natural. Su
nombre, en la lengua de los sajones, significaba “Regalo de Dios”, y ella en
verdad era eso, un regalo que el Creador les había dejado, para compensar a
aquel otro regalo que Satanás les había dejado en la persona del propio Lord
Geofric.
Durante los largos meses que había durado
aquella larga cabalgada de Lord Geofric por tierras extrañas, la condesa había
permitido que sus súbditos no tuvieran que pagar los impuestos al condado. La
cosecha de aquel año no había sido buena, y ni siquiera aquellos aldeanos
habían podido extraer de la tierra los frutos necesarios para su subsistencia.
Pero, ahora que el conde regresaba, ellos sabían que las cosas iban a cambiar,
que ya no podrían retrasar más el pago, y que si no podían enfrentarse a esa
deuda, deberían pagar con su vida, y con la vida de sus hijos. La
única oportunidad para evitarlo era la propia condesa; si ella no podía
convencer al conde, nadie podría hacerlo, y ellos lo sabían.
Era la primera noche después de aquel
regreso. Los condes acababan de poner fin a una cena suculenta. Ella, como
siempre, de forma moderada, probando apenas algún bocado del pichón trufado que
los sirvientes habían depositado sobre la mesa; él, como siempre, con
glotonería, todavía más en aquella ocasión, por el hambre que siempre le
producían las cabalgadas y las incursiones en territorio enemigo, cogiendo a la
vez de las diferentes fuentes que rebosaban sobre la amplia mesa a la que
estaban sentados. Y por fin, cuando Lord Geofric se sintió harto, cogió a su
esposa con sus manos, manchadas de grasa, y se dispuso a llevarla hacia la
habitación. Aquella noche, en contra de lo que era costumbre, dormirían los dos
en la misma habitación, en el mismo catre, dispuesto ya para la ocasión por las
dueñas de la condesa. Después de tantos días y de tantas noches en las que él
sólo había podido montar su brioso corcel de batalla, el deseo rebosaba ya las
duras entrañas del conde.
- Espera, necesito
contarte algo antes de que entremos a esa habitación -la voz decidida de la
condesa le paralizó de inmediato. Y aprovechando aquella parálisis que se había
producido en el conde, de aquella falta de decisión, Lady Godiva siguió
hablando. -Los campesinos tienen hambre. Las cosechas este año han sido malas,
muy malas, lo sabes, mucho peor que las de los últimos años, y si entonces
ellos no pudieron extraer de la tierra más que el fruto suficiente para poder
malvivir, y pagarte a ti los abundantes tributos a los que les obligas, este
año ni siquiera tienen ya el grano suficiente para pagarte. Ellos no se atreven
a decírtelo, porque tienen miedo a que tú les castigues. Pero si tienes un poco
de generosidad y decides perdonarles, aunque sea sólo por este año, ese temor
que tú provocas en ellos se transformará en amor, y el año que viene, cuando
las cosechas sean mejores, cuando los campos de Mercia y de Coventry vuelvan a
estar verdes, podrán hacer frente a los impuestos con más alegría, sabiendo que
esos impuestos, ahora sí, son justos, y que su señor natural ha sido amable con
ellos.
Al principio, las palabras de la condesa
habían enfurecido el semblante de Lord Leofric de Mercia. ¿Cómo se atrevía
aquella mujer, por muy hermosa que fuera, por mucho que él aún la quisiera, a
desafiarle de ese modo? Los impuestos siempre son justos, sean estos los que
sean, porque es el señor, que el es amo de todo lo que hay en su señorío,
tierras, casas e incluso personas, el único que tiene la potestad de subirlos o
de bajarlos. Sin embargo, el mismo deseo que le había llevado hasta aquella
puerta que ya se disponía a abrir, fue sustituyendo a la ira, mientras una idea
extraña se cruzaba por delante de su mente en ese mismo instante.
- Está bien. Te haré caso
a todo cuanto me pides, pero no por el bien de mis súbditos. Ellos realmente no
se merecen mi benignidad. Por ti, les perdonaré todos los impuestos que me
deben, les rebajaré incluso los que tendrán que pagarme el año que viene, pero
a cambio yo necesito que tú hagas algo por mí. Mañana, al alborear el día,
deberás desnudarte, y así, completamente desnuda, pasearás a caballo por todas
las calles y las plazas de Coventry. Debes demostrarme que tú también puedes
sacrificarte por esos súbditos a los que amas, pero que son sólo eso, súbditos.
Si tanto los amas, hazlo.
Lady Godiva no podía creer aquello que su
marido le estaba solicitando. La humillación a la que quería someterla el conde
era cruel. Quería exponerla así, desnuda por completo, a las miradas de todos
los habitantes de aquella ciudad. Seguramente, las palabras del conde eran sólo
una treta para intentar convencer a su esposa de lo inadecuada que su petición
había sido, pero él no contaba con el peso que tenía su propia voluntad. Estaba
decidido; lo haría. Se sacrificaría por todos aquellos campesinos que le
amaban, y cuando ellos supieran lo que el conde le estaba obligando a hacer, el
amor que por ella sentían aumentaría, en la misma medida en la que aumentaría
también el odio que sentían por el conde. Sólo le pediría a su esposo que le
diera algo más de tiempo, apenas unos días más, para que pudiera preparar
adecuadamente su sacrificio. Una lágrima solitaria surcó sus mejillas cuando
Lord Leofric soltaba sus manos, frías, y abandonaba la habitación.
Habían pasado sólo tres o cuatro días
desde aquella noche funesta, cuando Lady Godiva, antes de que empezara a rayar
el alba sobre el cielo de Coventry, se encontraba ya a la entrada de los
establos del castillo, preparándolo todo para su anunciada cabalgada por las
calles de aquella ciudad de la Mercia inglesa. Había elegido para ello un
hermoso corcel de color blanco, porque el blanco es el color de la pureza, el
que eligen las damas cuando se van a entregar por primera vez a su esposo, y
también el que eligen las que han decidido a entregarse a Dios en la soledad de
un monasterio. Sus largas crines y su hermosa cola, tan larga que le llegaba
incluso casi hasta el extremo de los cascos, hacían juego con los cabellos de
la mujer, de un extraño color cobrizo. Colocó sobre los lomos del caballo una
extensa capa de lana, y cuando ya estaba a punto de amanecer, se despojó del
vestido que cubría su cuerpo, de un fuerte color escarlata, y subió sobre la
grupa del caballo.
Acababa de despuntar un primer rayo de sol
al otro lado de la torre del homenaje cuando la condesa, así, completamente
desnuda, cubiertos sus pechos apenas por su larga melena cobriza, cubierto el
pubis apenas por las blancas crines de aquel hermoso caballo, salió de los
establos. Algún guerrero aún medio dormido, asombrado por la visión que se
extendía por delante de sus ojos medio cerrados, le abrió la última puerta del
castillo, y entonces Lady Godiva se enfrentó por fin a su extraño sacrificio.
Sin embargo, mientras ella avanzaba por las calles de Coventry, y a pesar de
que era la hora en la que los campesinos abandonaban sus casas para ir a trabajar
a los campos cercanos, la ciudad estaba sumida en la soledad y en el silencia.
Las calles estaban vacías, e incluso las puertas y las ventanas se hallaban
cerradas. La condesa se dio cuenta de que los vecinos habían cumplido su
promesa. La condesa cabalgaba desnuda, obligada a ello por su esposo, era
cierto, pero su humillación sería menor, porque nadie la vería de esa forma,
vestida sólo por su larga cabellera y por las hermosas crines de su montura.
Porque sus súbditos, al contrario que a su esposo, le amaban y le respetaban.
Y cuentan que sólo un hombre, un sastre
que se llamaba Tom y que nadie quería en la ciudad porque siempre engañaba a
sus clientes, al que la historia conocería para siempre como Tom el Mirón, no
pudo resistir la tentación de ver a su señora desnuda, y que se asomó, al paso
de ésta, por lla rendijaque habían dejado los tablones en el entramado de la
ventana de su casa. Y cuenta la leyenda, también, que en ese momento aquel
hombre se quedó ciego, que ya nunca volvería a recuperar la vista hasta el día
de su muerte. Era el castigo por aquel pecado que había cometido, por haber
dirigido la mirada hacia aquello a lo que nunca debería haber mirado. Porque
hay muchas clases de ceguera, como hay también muchas clases de miradas, y
muchas son las formas que Dios y el destino tienen para hacer que se cumpla su
sagrada voluntad.